Una joven adolescente usa la red social Instagram.PACO PUENTES (EL PAÍS)

El impacto de las nuevas tecnologías digitales en nuestras vidas es tan poderoso que cuando tratamos de abordar uno de sus efectos, ya estamos sumergidos en el siguiente. La mayor parte de esos impactos llegan a través del teléfono móvil. Es solo un instrumento de comunicación, pero su uso está cambiando las conductas, las maneras de relacionarnos y hasta la forma de percibir la realidad. Y no solo porque reclame constantemente nuestra atención, sino porque, como explica Ignasi Gonzalo Salellas en su reciente libro La excepcionalidad permanente, a través del móvil se materializa el dominio del algoritmo, que modifica tanto nuestra subjetividad individual como la colectiva. Es a través de los algoritmos que gobiernan las redes sociales como la economía digital nos convierte en producto de un negocio tanto más rentable cuanto más tiempo consigan atraparnos. Empezamos a ser conscientes de los efectos del poder de seducción de este nuevo sistema que algunos autores califican de tecnofeudal, pero no sabemos cómo protegernos. Y sobre todo, no sabemos cómo proteger a los más vulnerables, que son los niños.

Hace tiempo que se debate si prohibir o no los móviles en el aula. Países como Italia, Holanda o Francia ya lo han hecho y otros lo están estudiando. Cada vez hay más evidencia científica de que la presencia del móvil en el aula afecta a la capacidad de aprendizaje, aunque los efectos no impactan a todos por igual. Un estudio de la London School of Economics demostró en 2015 que apenas tenía incidencia en los resultados académicos de los alumnos con mejores notas, mientras que empeoraba sensiblemente los de aquellos que tenían dificultades de aprendizaje. Todo depende de la capacidad de autocontrol. El debate está evolucionando a favor de prohibir el uso discrecional del móvil en las aulas y utilizarlo solo en actividades docentes programadas. Pero como advierten muchos expertos, el problema del móvil no está en el aula, donde es fácil regular o restringir su presencia, sino en casa, en el resto de la vida. Lo conflictivo no es el aparato, sino los contenidos que llegan a través suyo.

Es curioso que algunos padres y políticos de ultraderecha planteen implantar vetos parentales para evitar que sus hijos reciban educación sexual en las escuelas, ignorando que, ahora mismo, quien educa la sexualidad de la mayoría de los niños no es la escuela sino la pornografía. Una pornografía machista y violenta que les llega al móvil sin buscarla. Según los últimos estudios, la edad de las primeras visualizaciones de pornografía está en los 9 años y más de la mitad de los adolescentes la consumen de forma regular. La serie documental Generación Porno, que se puede encontrar en la plataforma de TV3 a la carta, explica bien los estragos que provoca.

El sexo y la violencia son los reclamos más eficaces en la estrategia que la economía de plataformas aplica a través de los algoritmos para atrapar la atención de los usuarios y mantenerlos enganchados. Son imágenes que excitan a los adolescentes y cuanto más sexo y más violencia ven, más aumenta su tolerancia, de manera que cada vez necesitaran imágenes más extremas para satisfacer su deseo de excitación. Nunca como ahora los niños y adolescentes habían estado expuestos a una hipersexualización tan intensa. Los vídeos y las canciones que consumen modulan su percepción de la realidad y su forma de relacionarse. Si nadie les ayuda a interpretar ese contenido, acaban interiorizando como normales las conductas violentas y sexistas de la pornografía. Y quieren emularlas en la realidad. Al final, son ellos mismos las principales víctimas de una economía del algoritmo que no busca educar, sino aumentar la cuenta de resultados. Tenemos debates del siglo XIX sobre el adoctrinamiento moral de los alumnos en el aula, cuando el principal problema de la educación del siglo XXI es que quien más influye en los niños son empresas privadas que aumentan su beneficio cuanto más tiempo permanecen viendo aberraciones.

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