Youssef, un soldado que ha combatido en los tres conflictos que ha vivido Libia desde la caída del régimen de Gadafi en 2011, sostiene sin asomo de duda: “La situación en Derna es mucho más grave que en los peores momentos de la guerra”. El centro de la cuarta ciudad más poblada del país, más de 100.000 habitantes antes de la tormenta Daniel, parece haber sufrido un bombardeo en las últimas horas. La que fuese uno de los bastiones del Estado Islámico en 2016, ha quedado ahora reducida a poco más que escombros, coches convertidos en hierros retorcidos y esqueletos de edificios que pueden derrumbarse en cualquier momento. En medio de la visión apocalíptica, grupos de voluntarios vestidos con equipos de protección individual (EPI) y batas desechables siguen buscando supervivientes, pero solo encuentran cadáveres.

Hace una semana, la tormenta Daniel atravesaba el Mediterráneo y, concentrada en forma de tornado, se ensañó con la zona nororiental de Libia. El volumen sin precedentes de lluvias provocó que dos represas de la ciudad de Derna, con conocidas y advertidas deficiencias en su mantenimiento, colapsaran la noche del pasado sábado, provocando una riada que se llevó por delante decenas de edificios con muchos de sus habitantes dentro. Desde entonces, la cifra de fallecidos estimada por la Media Luna Roja no ha parado de crecer hasta los 11.000 actuales. Fuentes del Gobierno libio oriental la elevan hasta los 20.000.

Una zona del centro de Derna, el viernes, tras la inundación.Ricardo García Vilanova

“Solo esta tarde hemos recuperado los cadáveres de tres personas y media. La mitad era de una niña de 10 años”, explica con la mirada perdida Ahmed Aljaer. El joven se refiere al pequeño rincón de la playa en el que se encuentra, donde decenas de civiles llegados de toda Libia, ayudados por una excavadora, buscan cuerpos entre una amalgama de rocas, cañas y toda clase de objetos arrastrados por la riada. Alguien grita e, inmediatamente, se forma una cadena humana que traslada la bolsa negra hasta una ambulancia. “Solo hemos encontrado una persona viva desde hace dos días”, lamenta Aljaer, que ha venido desde Trípoli, capital de la mitad de Libia gobernada por un Ejecutivo apoyado por las Naciones Unidas. Derna se encuentra en la parte oriental, bajo el control del mariscal Jalifa Hafter y su llamado Ejército de Liberación Nacional (ELN).

“Hemos vuelto a sentirnos un solo pueblo”

Libia es, desde la caída de Gadafi, un país descompuesto, con dos administraciones rivales que ahora se han visto obligadas a colaborar. “Esta catástrofe nos ha hecho volver a sentirnos un solo pueblo, por encima de divisiones políticas”, explica Aljaer, mientras siguen apareciendo restos de las víctimas. Como él, decenas de libios de la parte occidental se han trasladado hasta esta región para ayudar en lo que puedan. Muchos de ellos, con el nombre de sus ciudades y pueblos pintados en sus coches para visibilizar su solidaridad.

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“Hemos sacado niños y adultos muertos de los coches, de las casas, de los sótanos, de debajo los escombros. Lo hacemos para que sus familiares y amigos encuentren la paz”, relata Ali Milad, un mecánico de Bengasi que, junto a algunos conocidos, viajó hasta Derna el lunes en su furgoneta. El nivel de destrucción es tan paralizante que, a menudo, lo único que pueden hacer los voluntarios es escuchar a quienes lo han perdido todo, como Ayoub.

El hombre avanza, a paso veloz, con su hijo de 13 años. Cada uno carga una bolsa con mantas de la ayuda humanitaria internacional que empieza a llegar. Se detienen ante la montaña de pedruscos de lo que una vez fue su casa. Se encuentra en la zona cero del tsunami invertido, como ya se empieza a conocer a la inundación que sufrió Derna. El derrumbamiento de las dos represas provocó dos olas gigantes que arrasaron con todo lo que se encontraron a su paso por este canal que dividía la ciudad en dos, incluidos los ocho puentes que la comunicaban. Los voluntarios graban con sus móviles la panorámica sin dar crédito a estar observando un verdadero Armageddon. En uno de los edificios desaparecidos dormían el padre y uno de sus sobrinos de Ayoub. Muchas familias han perdido a varios de sus miembros porque en Libia, como en otros países árabes, es habitual que vivan en un mismo bloque o en viviendas cercanas.

“El agua llegó hasta la azotea. Salimos de la casa y huimos a la montaña para estar en alto. Cuando volví para rescatar a mi padre, su casa había desaparecido. Encontramos su cuerpo después de buscarlo durante horas”, grita el hombre mientras llora señalando al cielo con sus manos. “El mar ha llevado a los muertos hasta Tobruk”, brama desesperado. 170 kilómetros separan Tobruk y Derna. Cuando ya no encuentra más palabras de desahogo, continúa el camino a casa de su hija, donde ahora vive junto a su mujer y su hijo. No hay cifras oficiales del número de personas que se han quedado sin hogar, pero las organizaciones presentes en la zona hablan de varias decenas de miles.

Riesgo de un brote de cólera

A unos pocos metros, varios hombres se afanan por achicar el agua concentrada en los bajos de un edificio para evitar posibles focos de enfermedades. El Gobierno ha advertido del riesgo de un brote de cólera a causa de la cantidad de cadáveres humanos y de otros animales que se acumulan en la urbe y en los alrededores. De hecho, la mayoría de quienes llevan a cabo labores de rescate utilizan mascarillas para evitar el fuerte olor a descomposición, que se pega rápidamente a la ropa y a las fosas nasales, del que cuesta deshacerse. Entre los rescatadores locales, destacan por sus uniformes los grupos de bomberos y de primeros auxilios que han llegado de países como Turquía, Argelia, Emiratos Árabes Unidos o España.

Uno de ellos es Paco Alarcón Parra, miembro de Bomberos Sin Fronteras. “Lo que podemos hacer a estas alturas es recuperar cuerpos porque ya no hay señales de vida”, explica entre sus compañeros, procedentes de distintas ciudades de España. Aunque estaban listos para viajar pocas horas después de que se conociese la inundación de Derna, las trabas burocráticas para viajar a Libia no les permitieron hacerlo hasta la noche del jueves, cuando la compañía Repsol fletó un avión para su traslado. Entre ellos, viaja un equipo especializado en rescates submarinos. Tras rastrear la costa con drones, identifican los lugares donde hay más probabilidades de encontrar cuerpos. “Aunque el mar sigue devolviendo cadáveres, van a pasar días hasta que muchos de ellos salgan a flote. Y hay que recordar que pueden aparecer a decenas de kilómetros de aquí”, lamenta Luis Enrique Utiel, jefe del equipo de intervención de emergencias de Bomberos Sin Fronteras. “Sabemos que cada hora que pasa tenemos menos posibilidades de salvar a nadie”, concluye con impotencia.

Para llegar a Derna desde Susa, la ciudad en la que aterrizó el vuelo procedente de Madrid, hay que hacer un tortuoso recorrido por caminos de tierra. La tormenta arrancó fragmentos de la carretera que comunicaba ambas ciudades por la costa, por lo que un viaje de menos de una hora requiere ahora más de tres. Un traslado que estos periodistas han llevado a cabo con la escolta militar que el Gobierno libio les ha asignado para acompañarlos durante toda su estancia.

“Yo vivía en una segunda planta. Primero pasó la primera ola y nos salvamos. Pero entonces llegó la segunda, que superó en altura la cuarta planta. Un edificio golpeaba al siguiente edificio y así iban cayendo todos. Murieron mi tío y mi abuelo”, cuenta Bilab junto a la mezquita, de cuyos tejados cuelgan ramas, mantas y juguetes. Bilab no entiende aún cómo su edificio resistió. Gracias a ello, él sigue vivo.

Mohamed Hamouda, residía en el centro de Derna, en Thil Alwadi (que significa la zona trasera del valle), cerca del monumento más famoso de la ciudad, la mezquita Sahaba. Vivía junto a su familia en un edificio de varios pisos. Durante la noche del domingo al lunes, a causa de la tormenta, el agua empezó a cubrir las calles. Pero fue a las dos de la madrugada, al desbordarse las dos presas, cuando Hamouda y los suyos empezaron a hacerse cargo de la gravedad de la situación, informa Moutaz Ali.

“Cuando oímos el sonido de la explosión”, relata Hamouda, “salimos junto con los vecinos a la azotea del edificio porque en ese momento el agua llegaba al primer piso y nuestro apartamento estaba en el tercero. Empezamos a ver edificios derrumbándose y gente muriendo. Se oían gritos de niños y mujeres. Vimos cómo moría la gente y perdimos la esperanza de sobrevivir. Pero entonces el agua empezó a salir del edificio. Finalmente, a las siete de la mañana pudimos salir del bloque rompiendo un muro. Y ahora vivimos en otro lugar de la ciudad, desplazados”, concluye.

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