Al régimen iraní hace tiempo que se le ven las vergüenzas. Desde que acabó con el espejismo reformista, la República Islámica se ha revelado como lo que siempre fue: una autocracia que usa la religión como coartada. Al cumplirse un año del estallido de las protestas por la muerte de Mahsa Amini, se muestra incapaz de tender puentes hacia los cada vez más numerosos desafectos (mujeres y jóvenes, sobre todo). Aunque la represión ha silenciado a los iraníes, el malestar sigue alentando gestos de desafío que minan la legitimidad del sistema.

Amini, una joven kurda de 22 años, murió bajo custodia policial tras haber sido detenida porque el hiyab no le tapaba el cabello y el cuerpo, tal como requiere la ley iraní. La quema de pañuelos durante su entierro fue mucho más que una denuncia del velo obligatorio y de la discriminación de la República Islámica hacia las mujeres. Fue la mecha que sacó a la calle a decenas de miles de ciudadanos en todo el país pidiendo cambios en la legislación y el sistema de gobierno.

Los iraníes tienen una larga historia de protestas populares. Y la revolución que en 1979 dio paso a la República Islámica no acabó con el malestar social. Al contrario, a medida que los gobernantes han traicionado las promesas de justicia social y democracia, las expresiones de descontento se han hecho cada vez más frecuentes. Las esperanzas de una reforma desde dentro del sistema, un espejismo proyectado en cada convocatoria electoral, quedaron enterradas tras los comicios de 2009 con la supresión del Movimiento Verde. Las manifestaciones del año pasado constituyeron el mayor desafío al régimen desde entonces.

Sin embargo, un año después, la represión ha ahogado el grito de “mujer, vida y libertad” lema de la protesta. Medio millar de muertos, 22.000 detenidos y un número indeterminado de heridos (muchos evitaron los hospitales por miedo a ser encarcelados) son un precio muy alto. Pesa también el terror de los disparos a la cara y los ojos de los manifestantes (documentados por varias organizaciones de derechos humanos), así como el medio centenar de condenas a muerte, siete de ellas ejecutadas. En las últimas semanas, las autoridades han intensificado la campaña de acoso e intimidación a las familias de las víctimas de la represión para evitar conmemoraciones.

Tal como recordaba en un reciente artículo Kim Ghattas, la autora de Black Wave (Oleada negra, sin edición en español), “para tener éxito, la mayoría de los movimientos populares requieren presión internacional o una oposición en el exilio o una combinación de ambos”. Poco pueden esperar los iraníes al respecto. La coalición de opositores en el exilio se desbarató apenas un mes después de anunciarse el pasado febrero. Y Occidente, en contra de lo que le pedía la diáspora, ha mantenido la vía diplomática (dosier nuclear, liberación de ciudadanos con doble nacionalidad) antes que arriesgarse a un nuevo Estado fallido en Oriente Próximo.

Si el régimen no se tambalea, tampoco ha ganado la partida. De hecho, los gestos de desafío se mantienen. Son numerosas las mujeres que salen a la calle sin velo, para irritación de los sectores más reaccionarios. Este verano el Parlamento ha debatido a puerta cerrada un reforzamiento de la ley que impone el hiyab. Mientras, el Gobierno intenta que sean las empresas y otros establecimientos del sector privado los que, bajo la amenaza de fuertes multas, exijan el pañuelo a sus empleadas o clientas.

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Con el régimen más preocupado por la vestimenta de las mujeres que por resolver los problemas de sus ciudadanos, resulta difícil ver cómo va a motivarlos ante las elecciones parlamentarias del próximo marzo. La participación en los comicios, que siempre ha exhibido para legitimarse, retrocede desde el fiasco de 2009 y alcanzó mínimos en las últimas presidenciales. Lo mismo sucede con su legitimidad.

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